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lunes, abril 25, 2005

Discusión de lo más barriobajera


Don Héctor Tamarón de la Mora atravesó el pórtico de piedra y respiró el aire limpio de la tarde. Acababa de impartir una clase magistral merecedora de prolongados aplausos por un alumnado agradecido. Con el pecho henchido de satisfacción, se montó en su coche. Pero antes de ponerlo en marcha, un automóvil le embistió por detrás. Era el automóvil de Don Santiago García de Cortázar, insigne catedrático de Lingüística Aplicada y con toda seguridad próximo Decano de la Facultad de Filología Hispánica.

Dado su interés lingüístico, filológico y social, reproducimos aquí el diálogo mantenido por tan eximios catedráticos.

DON HÉCTOR: No puedo negar que su impericia al volante no hace justicia a su encomiable docencia en estas aulas.

DON SANTIAGO: Disculpe usted, Don Héctor. El envite trasero a su automóvil se ha debido más bien a un error de cálculo métrico.

DON HÉCTOR: ¿Cálculo métrico? Me río de su facecia, Don Santiago. Tamaño empellón no he visto en mi anchurosa vida.

DON SANTIAGO: No se ponga usted finústico, Don Héctor...

DON HÉCTOR: ¡Finústico dice el camastrón! Si mis sesos se han pegado al sincipucio y por poco me deja zurumbático perdido.

DON SANTIAGO: Veo que hace usted buen uso de la facundia y las martingalas a las que tiene acostumbrados a sus pupilos.

DON HÉCTOR: No tanto como usted hace uso de trápalas y añagazas más propias de un camandulero que de un aspirante a Decano.

DON SANTIAGO: Ya me habían advertido que usted era un poco zorrocloco y mandilón.

DON HÉCTOR: ...Y usted un gurrumino con pinta de falsario y pisaverde.

DON SANTIAGO: ...habló por fin el estafermo de vesánica prosapia...

DON HÉCTOR: ¡Es usted un bodoque!

DON SANTIAGO: ¡Y usted un gaznápiro!

Don Héctor y Don Santiago llegaron a las manos. Fueron separados por un grupo de estudiantes emporrados que al grito de “¡Haya paz, troncos!” consiguieron desengancharlos.


domingo, abril 24, 2005

El coleccionista de elogios


Fernando Zabaleta coleccionaba elogios. Los guardaba en un álbum protegidos del polvo alfabéticamente numerados. Hasta que un día, por la mañana temprano, una crítica afilada a su obra dirigida le atravesó el corazón. Y murió.


sábado, abril 16, 2005

El quiosco


Cerca de mi casa hay un viejo quiosco de madera pintada de un verde imposible que vende chucherías a los niños y revistas eróticas a los onanistas del barrio.

Dentro de los escasos dos metros cuadrados que componen su lugar de trabajo, y viendo el mundo a través de una ventanilla parcialmente enrejada, como un confesionario de pasiones y azúcar, trabaja un hombre gordo de movimientos perezosos y ojos de vaca: el típico gordo que le gusta que le cabalguen para no moverse ni cuando folla.

Lleva siempre el pelo repeinado, como si eso pudiera arreglar la fealdad insípida de su cara alelada, a punto de caérsele un hilillo de baba de la boca dormida. Era algo así como un gordo prematuro con los vaqueros caídos desliéndole el culo.