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martes, mayo 10, 2005

Gustavo Letelier


Después de suspirar profundamente, Gustavo Letelier se encontraba más tranquilo. Estaba ya en condiciones de ponerse a escribir. Desenroscó la pluma para cerciorarse de que ésta tuviera tinta suficiente para las muchas horas que tenía pensado pasar escribiendo: no podría perdonarse que una fatalidad vestida de cartucho seco le hiciera interrumpir la compleja construcción de una frase que debía ser, a todas luces, magistral.

Se pasó la mano por la nuca intentando aplacar el leve dolor que ahora comenzaba y que le podría distraer a lo largo de las horas de escritura que le aguardaban. El dolor de nuca desapareció. Todo estaba dispuesto ya para que la creatividad le inundara por completo y se derramara a borbotones sobre el papel impoluto.

Cogió la pluma. Quitó el capuchón con delicadeza y lo dejó al lado del papel. Se dio cuenta de que no estaba paralelo a los bordes del papel y corrigió su posición hasta conseguir una razonable “paralelidad” entre ambos objetos. Pensó en esa palabra, paralelidad. “No existe”, se dijo. Y le sobrevino un pensamiento que le pareció genial: “podría escribir un texto con palabras inventadas pero cuya conjunción de sonidos recuerde a un idioma real”. Al instante la sonrisa se le cayó de la cara. “Ya lo hizo Cortázar en Rayuela”. Se levantó de la silla de un salto, nervioso. Encendió un cigarrillo y, envuelto en humo, paseó por la estrecha habitación. De pronto se dio cuenta de que el cartapacio no estaba alineado geométricamente con los bordes gastados del escritorio. Con un dedo, lo movió levemente. Esta corrección le obligó a modificar la orientación de los folios en blanco que reposaban encima del cartapacio, y por tanto también le obligó a mover de nuevo el capuchón de la pluma para que estuviera en perfecta paralelidad (la ocurrencia le hizo sonreír) con los bordes del papel. Todo en perfecta geometría; estéril, pero geometría al fin y al cabo.

Apagó el cigarrillo en un cenicero repleto de colillas y volvió a pasear. Se paró en seco porque había empezado a barruntar algo en su cabeza. Poco a poco la idea fue tomando forma. Se abalanzó sobre el escritorio, tomó la pluma y, con un gesto de felicidad en la cara, comenzó a escribir:

Después de suspirar profundamente, Gustavo Letelier se encontraba más tranquilo. Estaba ya en condiciones de ponerse a escribir. Desenroscó la pluma para cerciorarse de que ésta tuviera tinta suficiente...